Mujeres
Maldito 8 de marzo
Hoy no cedo mi espacio para que hable un hombre, hoy comparto la experiencia de un compañero amigo, ex profesor mío, alguien que quiero. De un equipo que también quiero, Sexpol.
Ya que en estos tiempos se tira tanto de la anécdota os comparto una de las masculinidades que me rodean.
Queridos os animo a leer a Roberto con calma y detenimiento.
Queridas nos animo a ver que sí, otros vínculos son posibles.
Por Roberto Sanz.
Psicólogo y sexólogo. Aprendiz de todo y maestro de nada.
Creo que es bastante representativo cómo los hombres nos acercamos al feminismo, y muy simbólico cómo lo hacemos al 8M. Una fecha que hasta hace unos años significaba para nosotros poco, o muy poco. En mi caso concreto hace ya muchos años que estoy dentro del movimiento, de la conciencia al menos, bien sea por trabajo, por amistades o reflexión personal.
Pero aún me recuerdo explicando a mujeres por qué está mal elegido el nombre de “feminismo” cuando lo que busca es la igualdad. O sencillamente intentando igualar (si no imponer) mi opinión con ellas, estudiadas y estudiosas, bajo la razón de ser un hombre bueno, valorado y reflexivo. Y muchas más vergüenzas que no me permito expresar ni para mí. Muchos de los pensamientos de aquellos años no venían de ningún sitio o persona en concreto, ni siquiera eran propios sino heredados, oídos, aceptados por una mayoría desconocida que en teoría me representaba. Yo no entendía el porqué de todo el alboroto, por qué había que luchar contra el machismo de forma tan agresiva o viva, o por qué estar siempre recordando las discriminaciones, las estadísticas o esas reacciones tan salidas de contexto frente a hechos tan cotidianos y menores como los piropos, ciertas miradas o el uso de un lenguaje masculino genérico o ciertas expresiones verbales que irritaban tanto.
Muchos de los comentarios iban a lomos de la sexualidad, referidas a nuestra virilidad o sobre los objetualizados cuerpos femeninos, sus atributos y funciones, su atractivo para nosotros o el resto. Así, escondidos sobre una normalidad heterosexual, crecían y maduraban ideas de superioridad y poder.
En ningún momento me he considerado machista. Mucho menos un agresor. Pero en algunos momento sí una víctima que metían en el mismo saco con los asesinos, violadores y demás calaña. Nunca entendí cómo nadie podía llegar a matar a su mujer simplemente por celos, frustración o venganza, así que debían ser locos, perturbados. Al igual que no entendía que una minifalda llevara al enfado cuando era alabada, o un escote admirado. Todo esto me generaba bastante confusión y desconcierto pues sencillamente no lograba ver el cuadro en toda su extensión sino únicamente las sombras que sobre él proyectaba la sociedad, el machismo y mi ego y mis traumas. Pero tampoco me preocupaba pues dentro de mi educación masculina en concreto siempre me he manejado bien con la negación y la ignorancia premeditada.
Ahora sí puedo considerarme machista. En remisión, eso sí, pero machista. No agresor pero sí parte del grupo hegemónico agresor. No soy un asesino ni un violador pero sí he sido/soy un ofensor, por obra y omisión, inconscientemente la mayoría de las veces, por cobardía o vergüenza el resto. Soy un machista consciente del fomento durante años de una cultura desigual, injusta, dañina, que ha atentado contra las mujeres, sus derechos y posibilidades en mayor o menor medida pero siempre con prepotencia y desde el privilegio.
No tengo miedo de que la ley de violencia de género me discrimine por ser hombre pues no sólo entiendo su necesidad sino que procuro no acercarme a ella. No tengo miedo de las falsas denuncias porque no entro en esos juegos. Ni de que me acusen de violador porque soy el segundo en estar preocupado por el bienestar mutuo/consentimiento en mis relaciones sexuales. No temo las cuotas porque las considero necesarias para nivelar una injusticia histórica. No río chistes machistas, ni xenófobos, ni homófobos, porque no quiero una sociedad en la que ser diferente sea motivo de burla, ni que el humor sea una herramienta de menosprecio. No cuido a las mujeres pensando en que sean débiles sino porque todos lo merecemos y el cuidado y el amor deberían ser guías en nuestras vidas. No las considero débiles, ni histéricas, ni locas, ni inestables, ni mentirosas… No más que cualquier otra persona que conozco. No tengo miedo a su libertad porque completará la mía. Ni a sus derechos porque son los míos. Ni a su crecimiento, que no significa mi pérdida más allá de lo que no nunca fue mío.
Pero entiendo perfectamente cómo en otras personalidades, más heridas o hirientes, puede que más frustradas, en cualquier caso diferentes, se pueden generar resistencias, mecanismos de defensa sólidos como montañas pero tan invisibles para uno mismo como las canas en el culo. Lo entiendo porque vengo, como muchos otros, de lugares comunes. Un lugar en el que el desconocimiento nos ciega, los cambios nos tensan, donde la guerra de sexos parece un hecho y su resultado es, cuanto menos, incierto. Un lugar en el que todo se individualiza y personaliza:
“Yo no soy así, me llaman machista, yo no he violado a nadie, nunca le pondría la mano encima… Como ese otro, el de ahí, que sí tiene pinta, que está muy mal de la cabeza.”
Es el pensamiento limitado, la visión de túnel, no ver el cuadro completo, y el ataque como defensa. Se habla mucho de que esas resistencias nacen del miedo y la ignorancia, del no saber nada y del miedo a perder privilegios, que tampoco se conocen aunque sí se viven, y muy bien. En una sociedad polarizada y extremada, donde impera el “conmigo o contra mí”, al mismo tiempo global y con acceso inmediato a información infinita, resulta increíblemente más fácil asumir una postura y defenderla a ciegas que la empatía, la humildad o el cuidado; tomamos parte, nos agrupamos y cerramos filas, mental y físicamente. Una vez dentro es más fácil si cabe sobrevivir a base de bulos, medias verdades, casos únicos (curiosamente cercanos) y titulares afines. Como loros repetimos datos sesgados, hechos incompletos e historias a medias:
- No sé de qué va pero no me gusta.
- No lo entiendo pero me incomoda.
- Me llaman machista, agresor, violador, maltratador… y me cabreo.
- Yo ayudo en casa.
- Nunca le levanté la mano
- Siempre las traté bien, como hay que tratarlas, pues también son las madres, hermanas, hijas o abuelas de alguien. Pero parece que no es suficiente y aún quieren más de mí.
- Ya lo tienen todo, han conseguido la igualdad; están en el ejército, en la política, tienen el poder en muchas empresas… Aunque no lo hayan merecido, las meten a dedo, por ley, dejando fuera a gente –hombres– mucho mejor preparada.
Jamás hubiera entendido nada de no haberme abierto a la experiencia de ser mujer. No hace falta ser mujer para entender el miedo, la discriminación, la lucha justificada; basta con escuchar a algunas. Y escucharlas sin juicio, desde la vivencia personal, que es única y no requiere argumentación. Una pizca de empatía, o simpatía, y dos oídos son suficientes.
Cuando una mujer te relata ese sinfín de situaciones que ha vivido, normalizadas hasta que otra persona, grandiosa “otra”, señaló como peligrosas, injustas, denigrantes… Cuando un hombre es capaz de escuchar esos relatos se produce la magia de las “gafas moradas”. Cambiamos. Caemos. Entendemos. Y sufrimos; por ellas, por nuestras culpas, por el mundo, por la injusticia y por la gratuidad de infinidad de comentarios tirados al viento, muchos de ellos por uno mismo, que sabemos han terminado clavados en los corazones de muchas de ellas. Tomas conciencia del daño causado. O, como mínimo, de lo que has aportado a que esa situación se haya mantenido así, que seguro no ha sido poco.
Muchas veces caemos en esa culpa que no es nada fácil de llevar. Una culpa de la que se huye todo lo posible. De la que si escapas aún te queda un olor a vergüenza. O como mínimo una duda casi igual de vergonzosa. Esa culpa es absolutamente inútil y, gracias a no haber sido educados para poder manejarla, también es muy resistente.
Sea como sea parece que se puede poner de moda incluso esa ceguera social; algunos prefieren ceder su opinión a grupos, igual que delegan el voto en las reuniones de vecinos. La aceptación por el grupo cercano cobra más importancia que la molestia de trabajar en uno mismo. Es más fácil delegar nuestros pensamientos e ideas, nuestras actitudes y escala de valores en otras personas -a las que otorgamos no sólo valor sino veracidad- que buscar “feminismo” en la wiki. Queremos que nos representen porque nos evita pensar, leer, dedicar un tiempo por mínimo que fuera y que podemos reorientar al ocio, a las redes sociales, o a nada en absoluto. Esos grupos se alimentan del miedo, y los hombres, frente a las mujeres empoderadas, frente a esa imagen de mujer que nos vencería, tenemos miedo para dar y regalar. Nunca se confesaría, pero así es; los hombres tenemos miedo. Y no uno ni dos, sino muchos.
Desde el momento en que pude abrirme a escuchar y entender esas otras realidades, aquellas que estaban fuera de mi rango de visión (cis, masculina, falocéntrica, heteronormativa, patriarcal, neoliberal, capitalista) entendí que podía crecer y madurar, y que eso servía de antídoto al miedo. Entendí que la masculinidad es un coloso con pies de barro; imponente, grandioso, muy amenazante pero también muy frágil, inestable. Nuestro talón de Aquiles es la inseguridad, y eso demuestra que en absoluto estamos seguros de estar haciendo lo correcto. Que ese camino del héroe emprendido no ha sido elección nuestra sino la única vía que nos han dejado, o por la que nos han empujado. Tapamos nuestra inseguridad más atroz, aquella que nos enfrenta a las mujeres, al sexo débil, con una doble o triple capa de seguridad forzada. Una seguridad que no es más que una nube de humo, una ilusión forzada que pretende dirigir la atención a zonas de menor riesgo, desviar la atención.
Somos seres inseguros porque vivimos un disfraz. Un traje heredado, que además nos puede quedar grande o pequeño, y debemos vivir con él como si nos quedara bien. Por eso aparentamos siempre, porque sabemos que en cualquier momento alguien nos puede señalar y decir “es feo, te queda grande, no te pega el color”. Vivimos con ese miedo constante a que alguien nos señale que tenemos miedo, que no nos atrevemos, que no lo sabemos todo, que hemos hecho algo mal, que no somos tan guapos o altos o exitosos de cualquier forma como queremos creer. Pero ese miedo, entre hombres, se disfraza de camaradería o de competición; en ninguno de los casos se mencionan esos fallos porque sería deshonesto, un golpe bajo que entre hombres no está permitido. Pero con las mujeres es diferente; ellas no han firmado ese contrato de no agresión. Ellas pueden ser tan crueles como para sacar a la luz esos defectos. Lo pueden hacer incluso en público, en nuestras caras.
Nuestra inseguridad nos lleva a llamarlas el sexo débil, a ser paternalistas e infantilizarlas para que no sean conscientes de su valor, a menospreciarlas antes de que nos desprecien ellas, a considerarlas objetos para que pierdan su voz y su voto. Todos estos ataques demuestran nuestra inseguridad, la ratifican.
Y así llegamos al maldito 8 de marzo en que pasamos de felicitar a las mujeres de nuestras vidas a organizar espacios de cuidados para que esas mismas puedan hacer huelga. Venimos de comprar flores y vamos a comprar cartulinas para las pancartas. Pero no vamos en primera fila sino de acompañantes, de segundones orgullosos, aliados. Es un papel difícil que nunca hemos utilizado y en el que aún no sabemos movernos. Ahí estamos muchos, aprendiendo nuevos roles. Difícil, pero con una sonrisa porque ni la vergüenza ni la culpa pesan ya tanto.
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